I love you, muñeca (En un muro de Arocagua, Cochabamba)

La convención social dicta que una edificación digna de respetarse ha de tener limpias sus paredes y barnizadas sus piedras y puertas. Lo mismo sucede con plazas y parques, destinados a los monotemáticos bancos cafés o verdes, y a jardineras que evitan –simbólicamente– el pisoteo de un pasto descuidado o de áreas de tierra. Reza también la normativa social que “las obras entran por los ojos”, que éstas habrán de ser cuidadas y, además, conservadas tal como fueron construidas tanto en el concepto como en la práctica. Para las doñitas del té-rummy, agrupadas también para exigir ‘mejoras’ en sus barrios, es una regla tácita que las áreas verdes han nacido para alegrarles la vista y no el cuerpo, para mirarlas al vuelo desde el asiento de cuero de su última vagoneta.

Por último, y sin que intervenga la moralidad colectiva sino la mala costumbre, solemos pensar que las calles están hechas para facilitarnos el camino casa-trabajo-escuela-cine-tienda-casa y que cualquier estructura de nuestra ciudad tiene roles limitados a lo funcional. Definitivamente, no es de interés público cuánto love hay entre I y Muñeca. El estilo gráfico, la tipografía y el color de esta declaración tampoco realizan un gran aporte estético. El rescatar esta frase como subtítulo busca reconocer el valor de lo que nos dicen las paredes, los objetos y la estructura urbana del espacio público que habitamos y nos pertenece.

Debemos entender que la ciudad en la que nacimos o residimos no es sólo un soporte de nuestras actividades cotidianas sino un constructo de símbolos, prácticas y referentes que aportan a diversos imaginarios sociales y a la reconfiguración de nuestras identidades. No es tan difícil cambiar la mirada para reconocer que lo funcional también es simbólico. Un espacio no tiene por qué tener el estigma de lo utilitario, sino que puede resignificarse a pesar de cumplir una función clara y objetiva. De seguro usted ya lo hizo y no se dio cuenta, o, ¿por qué, entonces, le puso tanto esmero en decorar su baño?

· (Pd. Perdón por el puntito) (Un clásico plasmado en muros de varias ciudades)

Además de todo el protocolo social mencionado en los párrafos anteriores, el pensamiento común sobre cómo son o deberían ser las cosas nos lleva a etiquetar de vandálicas a diferentes acciones y expresiones que ocurren en la ciudad. Lo cierto es que estas prácticas, lejos de incurrir en la destrucción del núcleo urbano, buscan romper con lo cotidiano y retomar lo que nos corresponde por derecho: el disfrutar y decidir sobre la configuración de nuestro espacio.

Bajo esta mirada, vándalos son los de la empresa de luz y los del servicio de salud que escriben fechas en nuestras puertas, acostumbrándonos a creer –nuevamente– que éstas solo sirven para lo práctico. Vándalos los que quieren impedir que pensemos fuera de nuestra rutina, vándalos quienes desean conservar intacto el espacio público solo para que los recordemos en las próximas elecciones. Vándalos quienes prohíben cualquier lógica ciudadana de construcción colectiva y creativa.

Garche and “Go” (Intervención en el logo de Tigo)

Cuando un stencil de pocos centímetros colorea esas interminables franjas de cemento de los pasos a desnivel, todos se alarman. Las resoluciones u órdenes para borrarlo no se hacen esperar. Lo curioso es que no sucede lo mismo cuando la ciudad se convierte en devota del “verde vivo”, del “azul go” o del “rojo destapador de felicidad”; cuando muros, carteleras, kioskos, tiendas, estadios y plazas se ven invadidos por un insípido recordatorio de marca.

De seguro no faltará quien defienda esta acción bajo el escudo de la libre oferta y demanda; es decir, del derecho que tienen las empresas a repetir infinitamente su marca porque han pagado por esos espacios. Pero, ¿qué aportan treinta logos seguidos al entramado urbano?; Cuando se alquila un espacio, ¿el precio incluye adquirir el derecho a vulnerar y a saturar el espacio público de una forma no creativa?; ¿cuántas conversiones (retorno de la inversión) le supone a la empresa cada metro cuadrado de repetición?; ¿cuántos clientes se captan a base de hartazgo?; ¿qué pasó con la máxima de que la creatividad es la que diferencia a una empresa de la otra?, ¿se convirtió en mínima?

Lo que se exige no es que dejen de publicitarse, sino que busquen alternativas que permitan revitalizar y poner en valor esos espacios que pertenecen a quienes habitamos una ciudad (no solo al que paga por ellos). Quizás así podamos entrar en un ciclo de corresponsabilidad que favorezca a una población más grande. Si una empresa contrata a un artista urbano para conceptualizar y ejecutar una pieza publicitaria artística, se benefician varios: a) El/la artista, al ser remunerado/a por el trabajo que realiza y le apasiona; b) La empresa, ya que el contenido es el que la diferenciará de la competencia; c) La población, cuyo espacio habitable cobra un valor y un significado nuevos; y, d) La estructura urbana (la ciudad) y los espacios residuales aprovechados que tienen una nueva cara.

Nos hacen falta mecanismos que ayuden a redescubrir lo sorprendente de lo cotidiano, no dispositivos para reproducir la rutina o para coartar la libertad. Así que deje de pedir perdón por el puntito y exprese mucho love en muros, calles, objetos, etc.… Intervenga and “go”.

Este artículo es un aporte del pensamiento colectivo y progresivo del proyecto mARTadero sintetizado por Lil Fredes.